miércoles, 27 de mayo de 2009

Familia y responsabilidad


Platón defendía en “La República” un modelo de estado en el que los padres desconociesen la identidad de sus hijos. La responsabilidad de educarlos, recaía en las instituciones creadas a tal efecto y acabarían desempeñando el cargo o la función para la que estuvieran mejor cualificados (independientemente de cuál fuese el que hubieron ocupado sus progenitores; a los que no conocían). El vínculo Padres – Hijos se destruiría en favor de un vínculo generacional. Un padre sentiría afecto por cualquier joven de la sociedad que pudiera ser su hijo. Un hijo, por su parte, respetaría a cualesquiera personas que tuviesen la probabilidad de ser sus padres.

El concepto de Familia, en este modelo rompe completamente con el de muchos. No digo que sea correcto, personalmente no lo respaldaría, pero si plantea una cuestión interesante. Independientemente del modelo de familia, existe la responsabilidad de educar y la necesidad de crear vínculos afectivos estables.

En la actualidad, los modelos de familia están cambiando. Los divorcios, parejas del mismo sexo, distintas religiones,... están configurando un nuevo escenario de convivencia y relaciones interpersonales. Ello es positivo por una parte; porque uno ciertamente no debe estar con quien no ama, debe estar con quien ama aunque sea del mismo sexo y por supuesto debe vivir bajo las creencias o ideales que considere oportunos. Pero por otro lado existe un tema delicado que no atañe directamente a nuestros intereses o creencias sino a las de aquellos hijos (personas) que hayamos decidido tener.

Inevitablemente y en tanto ellos aún no son independientes o maduros siguen necesitando a sus padres (o educadores) en muchos aspectos que requieren un esfuerzo y madurez superiores. Independientemente del modelo de familia que uno quiera adoptar (lo cual es algo personal o individual), los hijos precisan tres cosas inexorablemente: estabilidad emocional, afecto e información. La forma de aportar estas tres cosas podría ser diversa pero en la forma en que hoy día se hace presenta ciertos errores. Debiera haber seriedad en la creación de vínculos afectivos; una pareja que decide tener o adoptar un hijo debe ser sólida y estable (aunque no dure siempre). La estabilidad emocional requiere saber aceptar el rechazo o la separación de la otra persona y seguir respetándola y amándola (bien sea en otro sentido) sin crear escenarios de tensión. Por último (pero no menos importante) está el tema de la información. La curiosidad de los niños debería de satisfacerse desde la confianza y con la verdad; con instrumentos que les sean útiles para desenvolverse en su escenario social. Ante temas que pudieran ser tabú (sexo, drogas, aspectos cultrales,...) si forman parte de su día a día y nunca se les han planteado corren serio riesgo de actuar erróneamente. Esto quiere decir que uno debiera aceptar (si uno mismo no se toma esa molestia) que las instituciones públicas facilitaran esa información positiva para una mejor convivencia (aunque uno considere que sus hijos por la educación o creencias recibidas no necesitan dicha información).

En definitiva, creo que la solución a estos problemas no reside en la renuncia a la felicidad por parte de los padres, ni tampoco creo que a costa de esa felicidad deban sacrificarse la felicidad o la educación de los hijos. Los nuevos escenarios de convivencia plantean nuevas coyunturas y problemas que deben resolverse desde la tolerancia teniendo en cuenta todas las sensibilidades, peligros y necesidades.

sábado, 16 de mayo de 2009

La esposa del César


Se convierte en un hecho de actualidad la bien conocida frase sobre esta personalidad (“La mujer del César no sólo debe se honrada sino que, además, debe parecerlo”). Esta afirmación es aplicable a muchos entornos en los que el cargo, la posición o el rol que ocupamos nos exige comportarnos o poseer unas determinadas “virtudes”. En torno a ella surgen diversas cuestiones de singular naturaleza que a continuación comentaremos.

En primer lugar está el hecho de que la duda no exige vercidad. Esto es, quizá soy honrado, el más honrado del mundo, pero si alguien arroja por cualquier motivo sobre mí la sombra de la duda, ello me incapacitaría en muchos casos para desempeñar las funciones propias de mi rol. Para ilustrar este hecho, por ejemplo, podríamos asegurar que pocas mujeres se pondrían en manos de un ginecólogo que hubiese sido acusado de pervertido sexual, aunque fuese el mejor profesional del mundo. En vista de esta percepción subjetiva y gratuita del asunto parece obvio que la mejor praxis que se podría llevar a cabo para hundir a un gran adversario (mejor que nosotros) sería sembrar la duda en torno a su persona.

Puede parecer que la otra cara de esta moneda es la que permanece oculta. Esto es: habrá quien verdaderamente haya cometido fechorías y siga viviendo la vida sin asumir su responsabilidad por ellas. Pero aun más allá está el hecho de que la mancha en la imagen puede no tener nada que ver con el cargo al que uno aspira. Pueden, por ejemplo, acusar a un político de adúltero (o sadomasoquista) y que ese hecho sea suficiente para considerar que esa persona ya no puede ser un buen dirigente o un buen administrador.

Se percibe en todo esto que existe una cierta exigencia moral que se basa en la percepción colectiva y que resulta en muchos casos determinante a la hora de considerar si una persona es o no adecuada para cumplir una determinada función basándose, no es las aptitudes que son exigibles para un buen desempeño de esa función, sino concernientes a otros aspectos de su persona. Pero en esta percepción subjetiva y muchas veces formulada de manera infundada o exagerada se plantea la verdadera cuestión: cuando surgen los problemas o las verdaderas necesidades necesitamos a personas cualificadas para cumplir su labor y tomar decisiones acertadas. Así, si estoy enfermo, por ejemplo, quiero que me atienda el mejor médico posible independientemente de si es un adúltero u homosexual.

En otro orden de cosas también resulta deseable (a parte de separar las cuestiones que si son susceptibles de ser consideradas indeseables para un determinado rol de las que no lo son) está la necesidad de certeza. De la misma manera que no se puede consentir que un ladrón, por ejemplo, se encontrase al cargo de la tesorería y saliese impune después de haberla saqueado en su beneficio, no se puede tolerar que alguien que acuse falsamente a otro que sí estaba verdaderamente cualificado para su puesto, perjudicándole salga igualmente airoso de su calumnia. Su perjuicio en este caso ha sido doble, ha perjudicado a una persona cualificada que cumplía con sus funciones y a todo un colectivo que se beneficiaba de ello.

Cambiando el refrán (reconozco que resulta más dificil de recordar :))La mujer del César debe pues tener las cualidades o virtudes que son exigibles a su cargo (separadas de aquellas que no lo son), debe asumirse que las tiene a la vez que deben de existir mecanismos que así lo garanticen. Esta imagen no debe verse afectada hasta que se demuestre que no las posee y de ser falso, aquellas personas que hayan aportado el testimonio deben ser penalizadas.

lunes, 4 de mayo de 2009

El hombre virtuoso


Sherlock Holmes era un “aficionado” a la cocaína. La consumía sólo cuando su mente no estaba distraída en algún caso o alguna deducción. En esos momentos sus brillantes cualidades dejaban de ser a su vista algo maravilloso para convertirse en un tormento. Es como quien posee una moto estupenda pero no puede conducirla y se ve obligado a admirarla en el garaje imaginando la sensación del viento en la cara, el rugir del motor o la aceleración cuando uno aprieta el puño. La única forma de olvidar las cosas que nos gustan o nos preocupan cuando no podemos hacer nada por remediarlo es “atontando” o “aplastando” esa sensación.

Muchos grandes hombres y personalidades en la historia han sido reconocidos “viciosos” y otros que la historia recuerda como monstruos fueron (respecto al “vicio”) hombres “virtuosos”. No es de pretender que la gente se convierta, por esta afirmación, en drogadicta, alcohólica o ludópata, pero la idea de la virtud, de la inflexibilidad respecto a los “pequeños placeres” que esporádicamente uno pudiera otorgarse, vuelven a la persona más intolerante respecto a los demás. Quien se jacta de no tener ningún pequeño “vicio”, ningún “defecto” (con cierta mesura) que lo haga ser “humano” se muestra intransigente con lo que él considera “vicio” entre los demás y a sí mismo se ve “virtuoso” (lo que constituye el defecto!).

Es cierto que hay “vicios” más difíciles de controlar y en los que uno no debiera jamás adentrarse y debiera escuchar la terrible experiencia de quienes lo han hecho. Sin embargo a mi entender la “virtud” no es carecer de “vicios”; es más bien ser consciente de que uno debe aprender a controlarlos y a no ponerlos nunca sobre las cosas que lo hacen verdaderamente feliz. Quien es capaz de lograr esto último posee sin duda una mayor fortaleza moral y equilibrio que quien los rechaza sistemáticamente y huye de ellos o los reprime bajo una falsa idea de moralidad