martes, 28 de octubre de 2008

Un juego de rol



El gracioso, el intelectual, el policia, el guaperas, el padre, la autoridad, el artista,... son algunos de los roles que asumimos diariamente en nuestras vidas. Por lo general no es solamente uno; esto es, por la mañana uno puede ser el policia en un determinado contexto y luego, mas tarde, ese mismo día, ser el padre, el gracioso o el juerguista en otros muy diferentes.

Esta variedad de roles, aunque parece variada, está fuertemente sujeta al contexto. Uno, por ejemplo, no puede pretender asumir el rol de juerguista cuando está de servicio como policía, de la misma manera que cuesta trabajo mostrarse autoritario en el entorno en el que asumimos el rol juerguista. Las personas de nuestros variados entornos conocen, aceptan y presuponen que nuestro comportamiento será de una determinada manera en un determinado contexto o, valga la redundancia, entorno. Por este motivo alterar el rol o la visión que los demás tienen de nosotros mismos es extremadamente complicado.

Por norma general el papel que asumimos en cada una de esas situaciones es de nuestro agrado. Elegimos ser policias, padres, juerguistas y en cada una de esas circunstancias nos encontramos agusto y no deseamos que esa situación se vea alterada. El problema en cuestión surge cuando nos vemos obligados a ocupar ciertos roles que ya no nos son tan apetecibles. Nos convertimos entonces en: el pardillo, el "pringao", el marginado, el "drogata", el débil, el maltratado,... Además esta situación se ve agravada por el hecho de que, efectivamente, cambiar ese estado de las cosas es extremadamente complicado y mucho más en el contexto de esas personas para las que precisamente tomamos ese rol.

La norma general dice que muchas de esas personas que en determinadas circunstancias han asumido un rol negativo tienden a abandonar ese entorno; a marginarse. No obstante, el no hacerles frente tiende a hacer que ese rol se propague a otros de nuestros contextos. La solución, como en muchos casos se pretende, no es traspasar ese rol a otra persona que pudiera ser más débil, "pringao", etc... que nosotros. El primer paso es adquirir esa autoestima y esa seguridad que manifieste una visión positiva y de respeto de nosotros mismos hacia nosostros mismos: no somos pringaos, ni débiles. El segundo paso es transmitir esa seguridad y esa visión a los demás omitiendo el silencio que se produce cuando no somos tratados con respeto y denunciando que, efectivamente, quien nos trata con desprecio no debiera ser admirado, ni los demás debieran ser condescendientes con su actitud. La manifestación de nuestros pensamientos en este sentido, llama la atención al resto sobre este otro determinado tipo de roles, que recurren a estas prácticas de supremacía para reforzar su figura a costa de ensuciar la de los demás. La mejor manera de evitar estas conductas es exigir respeto en el mismo instante en que nos consideramos ofendidos sin que la otra parte muestre su disculpa.

En algunos de nuestros entornos no seremos quizás los más listos, los mas fuertes, agraciados o afortunados; pero ante todo somos personas y en cualquiera de ellos debemos exigir esa porción de respeto que a todos nos corresponde.

viernes, 3 de octubre de 2008

De las manos


Sí, existe mucha emotividad en el mundo, pero de toda ella sólo una parte es verdaderamente magnífica y cuando somos capaces de percibirla, despierta en nosotros una profunda emocionalidad.

Si bien es cierto todo hombre busca en la vida, desde sus comienzos, su propio provecho. Somos egoistas; incluso en el amor de pareja, en esa emoción sobre las que tantas líneas se han escrito, no estamos dispuestos a entregar si no percibimos entrega por parte del otro. No consentimos en perdonar deudas, agravios, desdenes, desprecios,... Todos somos así de implacables. ¿O no?

A vueltas, de nuevo, con nuestro pasado descubrimos una imagen sorprendente. Unas manos que nos han asido, que nos han cuidado, que han derramado sus bienes al insaciable apetito de nuestra educación, de nuestros destinos, que han soportado, en ocasiones, nuestros insultos y desprecios como nadie lo hubiera hecho. Y en todo este proceso, no nos han pedido cuentas, no nos lo han echado en cara, han mantenido esa entrega y esa disponibilidad.

Esta deuda insoportable, sin embargo y de manera extraña, no crea una obligación, como muchos piensan, hacia esas personas a las que debemos todo o, al menos, gran parte de lo que lleguemos a ser en la vida. Por el contrario nos marca un compromiso para con aquellos otros a los que un día debemos llegar a amar de esta misma manera desinteresada y altruista que a nosotros nos han amado.